En mi opinión, no ha habido en la historia
estadounidense una filtración más importante que la publicación por parte de
Edward Snowden del material de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA por sus
siglas en inglés), y eso incluye sin duda los Papeles del Pentágono hace 40
años. La revelación de Snowden nos brinda la posibilidad de dar marcha atrás a
una parte fundamental de lo que ha equivalido a un “golpe ejecutivo” contra la
constitución estadounidense.
Desde el 11-S, se ha producido, al principio en
secreto, pero luego de una forma cada vez más abierta, una revocación de la
Declaración de Derechos por la que este país luchó hace 200 años. En concreto,
la 4ª y la 5ª enmienda de la constitución estadounidense, que protegen a los
ciudadanos de las intromisiones injustificadas en sus vidas privadas por parte
del Gobierno, han sido prácticamente suspendidas.
El Gobierno afirma que dispone de una orden judicial
de acuerdo con la Ley de Vigilancia de Inteligencia Extranjera (FISA, por sus
siglas en inglés), pero esa orden de vigilancia ampliamente anticonstitucional
procede de un tribunal secreto, protegido frente a una supervisión real y que
obedece casi por completo a las exigencias del Ejecutivo. Como dice Russel
Tice, un exanalista de la NSA, “es un tribunal desautorizado que autoriza por
sistema”.
Por tanto, es una tontería que el presidente diga
entonces que existe una supervisión judicial, al igual que también lo es la
supuesta función supervisora de los comités de inteligencia en el Congreso. No
es la primera vez —como en los temas de las torturas, los secuestros, las
detenciones, los asesinatos con drones y los escuadrones de la muerte— que han
resultado estar dominados por los organismos a los que supuestamente controlan.
También son agujeros negros para la información que los ciudadanos tienen que
conocer.
El hecho de que los líderes del Congreso fuesen
“informados” sobre este tema y lo consintiesen, sin ningún debate abierto,
ninguna audiencia, ningún análisis parlamentario ni tampoco ninguna posibilidad
de expresar una disconformidad real, solo demuestra lo deteriorado que está el
sistema de controles y equilibrios en este país.
Obviamente, EE UU no es ahora un Estado policial,
pero dada la importancia de esta invasión de la privacidad de las personas,
tenemos todas las infraestructuras electrónicas y legislativas de un Estado
así. Si, por ejemplo, hubiese ahora una guerra que provocase un movimiento
antibelicista a gran escala – como el que tuvimos en contra de la guerra en
Vietnam – o, lo que es más probable, si sufriésemos un ataque más de la
magnitud del 11-S, temo por nuestra democracia. Estos poderes son extremadamente
peligrosos. Hay razones legítimas para que exista la confidencialidad, y
concretamente para mantener la confidencialidad de las comunicaciones de los
servicios de espionaje. Esa es la razón por la cual Bradley Mannning y yo – y
ambos teníamos acceso a dicha información de inteligencia con autorizaciones
más altas que el alto secreto – decidimos no revelar ninguna información que
tuviese esa clasificación. Y esa es la razón por la cual Edward Snowden se ha
comprometido a negarse a publicar la mayor parte de la información que podría
haber revelado.
Pero lo que no es legal es usar un sistema de
confidencialidad para ocultar programas que son a todas luces
anticonstitucionales por su alcance y sus posibles abusos. Ni el presidente ni
el Congreso en conjunto pueden revocar por sí mismos la 4ª enmienda, y esa es
la razón por la cual lo que ha revelado Snowden hasta el momento se mantenía
oculto al pueblo estadounidense.
En 1975, el senador Frank Church habló de la Agencia
Nacional de Seguridad en estos términos:
“Conozco la capacidad que existe para hacer que la
tiranía sea absoluta en EE UU, y debemos hacer que este organismo y todos los
organismos que poseen esta tecnología actúen dentro de la ley y bajo una
supervisión adecuada para que nunca crucemos ese abismo. Es el abismo del que
no hay vuelta atrás”.
La peligrosa perspectiva de la que advertía era que
la capacidad de los servicios de espionaje estadounidenses de recabar
información —que actualmente no tiene ni punto de comparación con la que existía
en la época predigital— “podía volverse en contra del pueblo estadounidense en
cualquier momento, y a ningún estadounidense le quedaría ninguna privacidad”.
Eso ha ocurrido ahora. Eso es lo que Snowden ha
hecho público, con los documentos oficiales secretos. La NSA, el FBI y la CIA
cuentan, con la nueva tecnología digital, con un poder de vigilancia sobre
nuestros ciudadanos con el que la Stasi —la antigua policía secreta de la
antigua “república democrática” de Alemania del Este— ni siquiera habría podido
soñar. Snowden revela que la llamada comunidad de los servicios de espionaje se
ha convertido en la Stasi Unida de América.
Por tanto, hemos caído en el abismo del senador
Church. La pregunta es ahora si tenía razón o se equivocaba en lo de que no
había vuelta atrás, y si eso significa que la democracia real se volverá
imposible. Hace una semana, me habría costado argumentar esas conclusiones con
respuestas pesimistas.
Pero el hecho de que Edward Snowden haya arriesgado
su vida para revelar esta información, inspirando posiblemente a otras personas
con unos conocimientos, una conciencia y un patriotismo parecidos a mostrar un
valor civil comparable —entre la ciudadanía, en el Congreso y en la propia rama
ejecutiva— me hace ver la inesperada posibilidad de encontrar la manera de
subir y salir del abismo.
La presión de unos ciudadanos informados sobre el
Congreso para que forme un comité de investigación que ponga en claro las
revelaciones de Snowden y, espero, de otras personas, nos podría llevar a someter
a la NSA y al resto de la comunidad de los servicios de espionaje a una
supervisión real, y a controlar y a restablecer la protección de la Declaración
de Derechos.
Snowden ha hecho lo que ha hecho porque ha
reconocido lo que son los programas de vigilancia de la NSA: una actividad
peligrosa y anticonstitucional. Esta invasión general de la privacidad de los
ciudadanos estadounidenses y extranjeros no contribuye a nuestra seguridad;
pone en peligro las mismísimas libertades que estamos tratando de proteger.
Daniel Ellsberg es un antiguo analista del Ejército
estadounidense. En 1971 filtró los Papeles del Pentágono a The New York Times.
Los documentos contenían un análisis secreto sobre la toma de deciciones del
Gobierno estadounidense en relación con la guerra de Vietnam.
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