lunes, 5 de mayo de 2014

¿Cómo era JDC?




Por Raul Wiener


Hildebrandt escribió que Javier era irremplazable para la izquierda.

A la vista de lo que está sucediendo un año después de su partida, hay que convenir que por ahora el epitafio responde a la verdad.

Y es que lo más sorprendente de la vida de JDC no es que fuera un hijo de la oligarquía que se convirtió a la revolución de los pobres y explotados, como hubiera otros, sino que pudo alcanzar la dimensión de líder emblemático y que, como se ve, a ninguno de los otros dirigentes le alcanza la altura intelectual, el coraje y la firmeza emocional para ocupar su lugar. 

Así será, por lo menos por ahora.

Javier era impaciente, porque no podía ver que se fuera el tiempo sin tomar decisiones y sin empezar a hacer algo para salir de los entrampamientos.

Era vehemente cuando creía en algo, pero también tenía capacidad para descubrir en lo que estaba equivocado y corregirse sin concesiones.

Era valiente como para caminar solo en la plaza de Ayacucho, erizada de francotiradores militares, para cumplir con una cita con la alcaldesa Zamora, luego asesinada.

Tenía fuerza para obligar a un ministro a tratar correctamente con los campesinos a los que acompañaba a hacer un reclamo. Para investigar a gobiernos corruptos como los de García y Fujimori, con lo que se ganó el odio eterno de estos mandamases de la política criolla.

Entre sus compañero de la izquierda se le conocía por su severidad con los errores, su fraternidad en el trato diario y su nobleza con los que necesitaban su aliento. Era solidario con los enfermos. Lloraba las pérdidas, como lo vi despedir a Tito Flores Galindo y a Pepe Martínez. Pero lo que lo hacía feliz era ver a los que lograban recuperarse y sobrevivir, como me ocurrió a mí, y no pasó con él.

Era inconforme como nadie. Cómo no lo sabré si los textos que se me encargaban no lo dejaban satisfecho a pesar de las correcciones que hacía después de oír sus criticas. Tres o cuatro veces antes de la aprobación y todavía ver que estaba buscando algo que ni él sabía lo que era, menos yo.

Era un orador que encandilaba a las masas, pero en lo personal tenía una completa sencillez. Jamás se le pudo oír que dijera que era el de los votos y que por eso los demás éramos menos que él.

Nunca entendió a Humala, tal vez porque intuía que la asociación con el comandante radical no iba a tener buen final. A mí me pedía que se lo explique y hacía lo posible por interpretar los lados más oscuros del personaje. No sabíamos que detrás de la resistencia de los Humala-Heredia a que Javier estuviera en la lista parlamentaria guardaba un rencor de cinco años atrás, cuando el dirigente socialista fue candidato presidencial y tuvo duras críticas al nacionalista.

El rencor secreto de Nadine afloró la noche vergonzosa de la votación en la que un Congreso estructuralmente corrupto quiso declarar en “conflicto de interés” a uno de los pocos honestos de verdad que había entre sus miembros.

Al final, Javier nos tenía reservada la batalla por su honor que la dio a pie firme en el Congreso, sin amparos y trampitas que aplican otros que si tienen razones para no dar la cara, y otra jornada ejemplar con su entereza ante la enfermedad y la proximidad de la muerte, que no le impidió seguir escribiendo hasta la última semana de su vida no para lamentarse sino para seguir en la trinchera de los trabajadores y el pueblo.

Los días en los que se le veló en la Casona de San Marcos y el momento final de la despedida generaron un fenómeno político-social que ocurre muy pocas veces. Miles de personas, muchos que nunca lo trataron directamente, gente que vino de provincias, enfermos que se levantaron para despedirlo, toda la izquierda pero también muchos otros sectores políticos.

Con la sola excepción de los que se confabularon para denigrarlo y probablemente le aceleraron la enfermedad que le estaba germinando. Para esos se cerró la puerta y muchos los recordarán como expresión de la mezquindad política.


Javier se fue el 4 de mayo del 2013, con 65 años, con la frente en alto.

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