domingo, 21 de octubre de 2012

QUE DESCANSEN EN PAZ





Escribe Manuel Cunza García


Lagrimas sollozos y abrazos, palabras de aliento para tranquilizar. Se apaga una vida, los días de estos casos no están previstos, ni en la sociedad ni en una comunidad, ni siquiera como dicen, “en las mejores familias suceden”.
Los vacios de estos hechos son imposibles de llenar, el dolor es de los valientes que sienten en lo más profundo de su ser, eso que no se puede prever, eso que está escrito en alguna pagina. El destino, de cuyo libreto,  nadie puede sustraerse. El destino está escrito en alguna página de nuestra vida.
Ahí, donde no hay categorías, donde no hay clases sociales, donde no hay poderosos y pudientes, donde no hay pobres ni desvalidos. Ahí, donde iremos todos los humanos sin distinción. Ahí donde se nos ha reservado una porción de tierra, que de donde provenimos, según el designio divino. Un joven que ingresaba al umbral de la vida, quiso dejar su juventud, su alegría, la sorpresa de los suyos, la dulzura de una vida juvenil y prometedora, con sus 22 años a cuestas, encuentra la muerte, ahí donde no sabemos si alguien nos empuja.

Roberto Carlos Vera, hijo mayor de los esposos Carlos y Ruth Vera, deja este mundo y todas sus durezas. Deja a su dolida familia sumida en un dolor que nadie puede mitigar, lagrimas que en sus ojos emanan incesantes, con la tristeza que solo sienten los que le dieron vida, aquel que hoy los deja iniciando la alegría, que llamamos vida en la adolescencia, en la juventud, porque no en la tercera edad o vejez.
Un accidente, según cuentan, segó inmisericorde la vida de Roberto Carlos, un domingo de octubre, mes en el que según un escrito “No hay milagros”.
Multitud de multitudes, lagrimas a mares, suspiros y quejidos que se asemejan a un huracán de tristezas, en un recinto tan pequeño que parecía henchirse con cada latido del corazonde mujeres, hombres y niños, congregados en u reverente acto que llamamos velorio. Instituciones, varias, hermandades católicas con sus atuendos, familiares y amigos de que se marcho y de sus padres, no faltaron para demostrar la solidaridad humana, el sentimiento de los que entienden la penosa y dramática hora del adiós para siempre, a quien emprende el viaje al lugar cuyo retorno es y será imposible para la humanidad.
Once de la ma~4ana del día 11 de octubre, se abre el recinto de la espiritualidad St. Gerald Church, para recibir el frio cuerpo de Roberto Carlos, que llega en un ataúd cuya madera esconde su masa indefensa, se hacen los ritos acostumbrados por la iglesia, lo que se concede a toda alma que va (lo llevan) en busca de la oración que haga valido el vuelo al espacio donde las almas buenas moran, eso nos dicen los ministros del altísimo. Otra vez, lagrimas, suspiros, oraciones, pedidos para que en paz, descanse.
Parte un multitud en caravana fúnebre al campo santo, llevan el cuerpo inerte de Roberto Carlos, corriendo tras ellos los dolientes que son menos que en el velorio de  la tarde y noche anterior, ( es día de trabajo) una luminosa carrosa mortuoria que no cambia lo doloroso del acto, enrumba hacia la Unión Ave. Donde una fosa abierta espera el cuerpo del que fue, Roberto Carlos. La oración final de un sacerdote, seguido de numeroso grupo de oradores que repiten y martillan el corazón dolido de los deudos, una rosa o un clavel arrojados a la fosa da por terminada la vida juvenil de Roberto Carlos Vera, quien se queda en el corazón y en la retina de Carlos y Ruth.
Otro hecho de dolor se da en el hogar de la familia Toledo, con la desaparición física de la señora Isabel Jorguera, quien llevaba sus 94 años bien vividos, la misma que fue bendecida por el ejercito de tantos años vividos, brindando felicidad a los que la sobreviven en tre ellos, David Toledo, el nieto más querido. El insustituible velorio (que es costumbre casi universal) se realizo el día once en Passaic, el dolor es el mismo, no hay diferencia, no fue una multitud a velarla, pero el dolor es el mismo, a todos nos duele la partida de un ser humano y si es pariente el golpe es más duro.
La señora Isabel, a la hora de su partida contaba con nada menos que 94 años, dejando en nuestra comunidad una gran descendencia, una hija, seis nietos, cinco bisnietos y tres tataranietos, que vitalidad, que fuerza de vida y que alegría de quienes con ella convivieron hasta su última morada.

      ¡QUE DIOS LOS TENGA EN SU GLORIA!

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