Escribe Manuel
Cunza García
Lagrimas sollozos
y abrazos, palabras de aliento para tranquilizar. Se apaga una vida, los días
de estos casos no están previstos, ni en la sociedad ni en una comunidad, ni
siquiera como dicen, “en las mejores familias suceden”.
Los vacios de
estos hechos son imposibles de llenar, el dolor es de los valientes que sienten
en lo más profundo de su ser, eso que no se puede prever, eso que está escrito
en alguna pagina. El destino, de cuyo libreto,
nadie puede sustraerse. El destino está escrito en alguna página de
nuestra vida.
Ahí, donde no hay
categorías, donde no hay clases sociales, donde no hay poderosos y pudientes,
donde no hay pobres ni desvalidos. Ahí, donde iremos todos los humanos sin
distinción. Ahí donde se nos ha reservado una porción de tierra, que de donde
provenimos, según el designio divino. Un joven que ingresaba al umbral de la
vida, quiso dejar su juventud, su alegría, la sorpresa de los suyos, la dulzura
de una vida juvenil y prometedora, con sus 22 años a cuestas, encuentra la
muerte, ahí donde no sabemos si alguien nos empuja.
Roberto Carlos
Vera, hijo mayor de los esposos Carlos y Ruth Vera, deja este mundo y todas sus
durezas. Deja a su dolida familia sumida en un dolor que nadie puede mitigar,
lagrimas que en sus ojos emanan incesantes, con la tristeza que solo sienten
los que le dieron vida, aquel que hoy los deja iniciando la alegría, que
llamamos vida en la adolescencia, en la juventud, porque no en la tercera edad
o vejez.
Un accidente,
según cuentan, segó inmisericorde la vida de Roberto Carlos, un domingo de
octubre, mes en el que según un escrito “No hay milagros”.
Multitud de
multitudes, lagrimas a mares, suspiros y quejidos que se asemejan a un huracán
de tristezas, en un recinto tan pequeño que parecía henchirse con cada latido
del corazonde mujeres, hombres y niños, congregados en u reverente acto que
llamamos velorio. Instituciones, varias, hermandades católicas con sus
atuendos, familiares y amigos de que se marcho y de sus padres, no faltaron
para demostrar la solidaridad humana, el sentimiento de los que entienden la
penosa y dramática hora del adiós para siempre, a quien emprende el viaje al
lugar cuyo retorno es y será imposible para la humanidad.
Once de la
ma~4ana del día 11 de octubre, se abre el recinto de la espiritualidad St.
Gerald Church, para recibir el frio cuerpo de Roberto Carlos, que llega en un
ataúd cuya madera esconde su masa indefensa, se hacen los ritos acostumbrados
por la iglesia, lo que se concede a toda alma que va (lo llevan) en busca de la
oración que haga valido el vuelo al espacio donde las almas buenas moran, eso
nos dicen los ministros del altísimo. Otra vez, lagrimas, suspiros, oraciones,
pedidos para que en paz, descanse.
Parte un multitud
en caravana fúnebre al campo santo, llevan el cuerpo inerte de Roberto Carlos,
corriendo tras ellos los dolientes que son menos que en el velorio de la tarde y noche anterior, ( es día de
trabajo) una luminosa carrosa mortuoria que no cambia lo doloroso del acto,
enrumba hacia la Unión Ave. Donde una fosa abierta espera el cuerpo del que
fue, Roberto Carlos. La oración final de un sacerdote, seguido de numeroso
grupo de oradores que repiten y martillan el corazón dolido de los deudos, una
rosa o un clavel arrojados a la fosa da por terminada la vida juvenil de
Roberto Carlos Vera, quien se queda en el corazón y en la retina de Carlos y
Ruth.
Otro hecho de
dolor se da en el hogar de la familia Toledo, con la desaparición física de la
señora Isabel Jorguera, quien llevaba sus 94 años bien vividos, la misma que
fue bendecida por el ejercito de tantos años vividos, brindando felicidad a los
que la sobreviven en tre ellos, David Toledo, el nieto más querido. El insustituible
velorio (que es costumbre casi universal) se realizo el día once en Passaic, el
dolor es el mismo, no hay diferencia, no fue una multitud a velarla, pero el
dolor es el mismo, a todos nos duele la partida de un ser humano y si es
pariente el golpe es más duro.
La señora Isabel,
a la hora de su partida contaba con nada menos que 94 años, dejando en nuestra
comunidad una gran descendencia, una hija, seis nietos, cinco bisnietos y tres
tataranietos, que vitalidad, que fuerza de vida y que alegría de quienes con
ella convivieron hasta su última morada.
¡QUE DIOS LOS TENGA EN SU GLORIA!
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