Por CABE
Entre los años 1869 y 1893 se
llevó a cabo en el Perú una de las obras de ingeniería más espectaculares que
se haya visualizado en la historia vial: la construcción del Ferrocarril
Central, una extensión de lo que originalmente era el ferrocarril de Lima al
Callao. Ideado y diseñado por el ingeniero polaco-peruano, Ernest Malinowski,
afincado en Lima luego de haber sido desterrado de su país, por razones
políticas debido a la ocupación de su país por
Alemania y Rusia, finalmente le fue entregado al contratista Henry
Meiggs, quien a la sazón se encontraba en Chile, huyendo de varios desfalcos
cometidos en agravios de obras públicas que dejara inconclusas entre New Jersey
y California.
Poco después, este ingeniero zamarro, Meiggs, dejaría la obra
inconclusa y luego de la Guerra del Pacífico sus herederos retomarían el
contrato que incluía pagos en minas de plata. Pero volviendo al tema que
origina esta crónica, que ya está haciéndose de largo preámbulo, digamos que
requirió de abundante mano de obra para la que se trajeron inmigrantes de
diversas partes,
Como es de suponer, los trabajadores requerían alimentos para sus
sostenimiento y poco a poco, muchos de ellos extranjeros, entre chinos, y
europeos, fueron adaptándose a los sabores de la comida peruana, especialmente
entre comidas, cuando el estómago da un apretoncito para llegar, ya sea al
almuerzo o a la cena.
Es en esos momentos que aparecían vivanderas ofreciendo papas con
choclo, acompañados de su salsa de ají amarillo y un infaltable trozo de queso
fresco.
Siendo este acontecimiento laboral, que daba muestras de su carácter
histórico, también una fuente de recursos para diversos oficios menores, como
lavar y planchar la ropa de los trabajadores o el ofrecimiento de albergues y
por supuesto la comida era de esperar que a cada tramo de la obra concurrieran
mujeres de diversas partes ofreciendo sus servicios.
Y como toda historia tiene su momento dramático como preambulo de la
dicha final, al parecer llegó una oportunidad que a una señora proveniente de
Huancayo le sobraban papas pero le iba faltando el queso tan indispensable para
la combinación perfecta. Es aquí que a esta señora le aparece el ingenio y se
le ocurre mezclar el queso que aun le quedaba con la salsa de ají y para
abundar le agrega leche y un poco de aceite para lograr la viscosidad necesaria.
Como entonces no habían licuadoras, el batán de piedra hará la
alquimia necesaria para hacer uno de los platos peruanos más extendidos por el
mundo.
Demás está decir que cuando la crema fue hecha y colocada sobre las
papas acompañadas del choclo tendríamos el resultado que todos los trabajadores
del momento desearon disfrutar al grito “¡Quiero la papa de la Huancaína!”.
Desafortunadamente la heroína de esta historia,
cual soldado desconocido, no dejó estampado su nombre en la maravilla culinaria
que creó. Sólo sabemos que se trataba de una valerosa y hacendosa mujer de
Huancayo, a quien en cada plato no dejaremos de rendirle los honores que se
merece.
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